lunes

Las últimas luces

BY ALPHIE CASTRO
                                                                                                                                                                Para mi hechizero, con infinito cariño.
De una piel blanca como si miles de gotas de luna hubieran coloreado su faz, ojos despiertos y boca de regalamiento, caídos los cabellos de ébano sobre la frente, como si bruñido, como si eterno; cual mármol griego, el muchacho descansaba sobre el sillón de la funeraria local donde  él era el encargado en turno.  El contraste con el lugar y su dionisíaca apariencia era deliciosamente notorio, éxtasis vivamente definido; debieron advertir que era peligroso admirarle muchos segundos, a riesgo de perderse por  él en la eternidad del caos. El sitio vulgar dejaba a un lado todos los cuentos de horror inventados, la cosa era ordinaria, llega un cadáver, se le prepara y  “adiós”, sin aparecidos ni gritos al llegar la hora de las brujas. El chico se levantaba y pensaba en el desconsuelo de las llorosas víctimas, viudas alegres, suicidas en potencia y Romeos cobardes: incapaces de terminarse el cianuro: sólo dispuestos a sollozar sobre el mitón.  Luego regresaba al solio improvisado, dormitaba, leía y sonreía sin razón por cualquier recuerdo fugaz, a veces  le molestaba que algunos clientes no le prestaran atención a sus consejos y,  que indiferentes,  completaran el papeleo de sus muertos sin demostrar agradecimiento, aunque no era necesaria la presencia de nadie para que  llenaran la solicitud sino más bien sólo escribir y colocarla en la caja del negocio esperando pronta respuesta, él sentía que por respeto deberían haberle escuchado, después de todo “trataba de ayudar”, por eso de un tiempo para acá incluso se negaba a abrir,  importándole un comino la opinión de su padre:  el dueño del lúgubre sitio.
Se encerraba horas con las luces tenues y el ánimo alicaído; ya quería volver a la universidad pero el tiempo parecía a veces haberse detenido, él se revolvía sobre eso  y se revolvía sobre sí mismo, con la violencia de sus 24 años, con la dulzura de sus manos azules, definitivamente paganas.  El futuro se hacía del rogar, los minutos se sucedían adormecidos, sin entusiasmo por avanzar y él no entendía la indiferencia de Noviembre.  Poco a poco se sentía más débil, como si sus huesos se transformaran en cartílagos y las moléculas en cobarde implosión, como si el corazón se tornara minúsculo como una valla silvestre devorada por Hansel y Gretel…y él en luces y  fibras gelatinosas, ¡y  luego resecas! Y después la infinidad de la nada…y…silencio…silencio. Silencio.
Esa tarde su padre llegó más temprano que de costumbre, abrió la puerta, él aguardaba en calma; entonces,  con melancólica sorpresa, vio como éste sacaba de entre sus ropas una veladora de mediano tamaño con un ángel grabado en el vaso de cristal fino;  encendiéndola la emplazó en el suelo en una esquina del area, luego tomó la foto de Iván, su hijo, la besó y la puso a un lado, delicadamente; acto seguido se sumio  por milésimas en  un llanto apagado para inmediatamente, como impulsado por un cordón invisible,  salir con presteza del espacio.
Ya en soledad, Iván, observó la luz de la palmatoria, convulsa, como si danzara.
Y la universidad se veía ya inaccesible, en un eco casi imperceptible,  perdió su mirada en el fuego, no sintió dolor, sólo desapareció, transparente, libre al fin; volando se escapó por el pequeño tragaluz, su padre alcanzó a sentir un viento tibio que se posaba en su ginger  ale y esa tibieza intangible sorbía un trago, como si tuviera sed,  para después extraviarse en la lejanía del cielo azul.

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