Desde muy tierna edad conoció el río que lleva a la perversión, primero en las pesadas y odiosas manos de aquel compañero suyo de milicia que, sabiéndolo solo y en otra dimensión emocional que el resto del grupo, le cerró el paso, llenándole una noche de besos viscosos, forzados, interminables, después la penetración siempre dolorosa y el silencio que nadie pudo romper, porque la dulzura no mutila el dolor, sino que es sal que escorce la herida.
Tiempo después las novias con sus romances de visita en casa y coqueteo eterno que terminaban siempre en una despedida, en una decepción; él: sentado en el ático, él: viendo por el tragaluz, él: multiplicado por la frustración; experimentaba una profunda sensación de frío moral en el corazón, unas ganas de correr, de perderse en la inconsistencia de los sueños mudos del “tal vez” suspendido en el “jamás”, que dormía, que irremediablemente dormía.
Su apariencia plagada de resquicios al pastel; ¡es que eran los enormes ojos negros, era la piel, muy pálida!, quizás demasiado, era el pelo revuelto, caído sobre la frente soñadora, esos labios finamente delineados, se trataba de manos delgadas, sí, con dedos largos y fantásticos proyectándose al infinito, mejillas sonrosadas de querubín en celo a pesar de haber dejado hace tiempo la grácil infancia, ¡pero es que sobre todo era esa actitud de severidad, de silencio ambiguo!; incapacidad o disgusto por relacionarse con los demás, y para terminar la novela decadente, era esa sonrisa nerviosa y el temblor de su cuerpo reflejado en la mirada taimada al verse en situaciones que despertaban vivamente sus deseos inconscientes, una sonrisa y una actitud candorosa pero maligna que él mismo odiaba, pues le delataba, sentía su alma bajo un microscopio.
Quería ser libre, un ave coloreada, se perdía en exquisitos pensamientos, mas no quería discurrir, las reflexiones llegaban solas a su cabeza, hilándose y deshilándose, cerraba los ojos, se visualizaba en la palestra griega rodeado de visiones fantásticas, cuerpos desnudos ungidos de aceites deliciosos, siluetas de adolescentes muertos hace siglos danzaban ante él riendo como sombras polichinelas, burlándose de su excitación, los árboles agitaban sus ramas sutilmente por el ardiente viento del verano naciente, y era ese aire el que olía a incienso, azares y menta, su miembro revestido de fuego vibraba, la imaginación era una serpiente mordiendo sus labios anhelantes; entonces él se acercaba ya decidido después de tanto contemplar a uno de los jóvenes, sin embargo cuando estaba a punto de tocarlo todo aquello se desvanecía y con aquello también se esfumaba el chico elegido. Despertaba.
Esos días tenia que visitar a su tía en un país vecino; el viaje era largo. Al llegar todo estaba normal, a excepción de su pequeño primo Randy que recordaba de unos diez años pero ya no era un chiquitín sino que ahora tenía 17 años y se mostraba en todo el esplendor de la nubilidad violenta y prometida, si bien Dónovan no era ningún anciano, sí se conocía de sobra las limitantes de sus veinticinco años.
Ese mismo día observó ducharse al doncel tras una rendija de la puerta, éste cantaba alegremente como suelen entonar los púberes en el baño común, refregándose los muslos y sobándose de vez en vez la verga ligeramente erecta por efecto natural del roce de sus manos, Dónovan bajaba la mirada al suelo, sin lograr a veces seguir presenciando aquel espectáculo sublime, así permanecía por segundos con los pómulos abrasados de timidez, de ansias.
Ya en la madrugada no lograba conciliar el sueño, de pronto se transportó de nuevo a la entelequia de la palestra griega, el verano florecía en su mente, sólo así consiguió algo de paz pero después al tratar de abordar de nuevo al chiquillo ateniense se desapareció y Dónovan fue arrojado violentamente de la ilusión, se reincorporó sobresaltado y en un impulso que ni el mismo comprendió marchó despacio por los pasillos en tinieblas hacia la alcoba de su primo, cuando finalmente llegó pudo vislumbrar entre las sombras que el rapaz descansaba plácidamente, sólo con una ligera bermuda y una casaca bien ceñida, sin ropa interior, ocasionando esto que se asomara descaradamente por un lado de la entrepierna el pene alucinante del jovencito; Dónovan no supo qué hacer, sólo acertó a recostarse muy despacio junto a Randy, le lamió los cabellos y en una reacción sensual lo abrazó suavemente por la espalda sintiendo el contacto de su miembro erecto contra las nalgas firmes y cálidas del mozo, pero como éste se moviera débilmente, Dónovan en un acceso de terror se levantó, huyendo en el intento para no ser detectado, volvió a su habitación con el alma desbordada, cerró con llave y no consiguió dormir antes que clareó el día.
Abrió los ojos, era ya por la tarde, tenía miedo y trémulas emociones, avanzó a la cocina, el zagal deambulaba comiéndose un trozo de pan, le saludó animado, de esta forma se percató de que todo continuaba normal; Randy no parecía haber modificado ni un ápice su comportamiento para con él, así que desde ese punto descartó cualquier síntoma de paranoia.
Le gustaba recostarse en el jardín a contemplar el cielo de ópalo al caer el sol, allí estaban los ideales, dibujados en el vuelo furtivo de los pájaros, en las líneas nubizadas; el frío de noviembre contrastaba con su espíritu en llamas. La casa estaba solitaria, toda la familia se había ido de paseo aquel tedioso domingo y sólo Randy, en rebeldía característica de su edad negándose a secundar a su madre y hermanos, se quedó en su pieza, ellos no volverían hasta el día correlativo.
Ya se ocultaba la luz cediendo a la oscuridad su turno, Dónovan pensó en ir so cualquier pretexto a conversar siquiera con su primo, pero al traspasar el cuarto del chico lo encontró dormido, caviló en irse pero, sin poder contenerse, repitiendo la acción de aquel día, se tendió junto a él, demasiado concupiscente para razonar con claridad; le acarició el flequillo cobrizo enmarañándolo con los dedos, Randy se estremeció, Dónovan contuvo la respiración. lívido, con pánico creciente.
-¿no pensarás escaparte de nuevo, verdad?
Dijo el serafín, sin abrir los ojos, en tono malicioso y regalado.
El veinteañero se perpetuó inerte, coloreado de vergüenza y frío de estupor ante aquella reacción del nene; pero antes que pudiera decir palabra alguna, Randy se volvió a observarlo de fijo y sujetándolo fuerte se lo yantó a besos, como poseído, en apasionadas maniobras le desvestía con impaciencia, como si hubiera aguardado aquello en demasía; la enfurecida infiltración del falo, el coito agresivo y las embestidas acompasadas comprometían el cuadro, ¡vaya que lo comprometían!
La palestra cubierta de energía, perfumada, lo atrapaba, se aproximó, ya determinante, a uno de los deportistas griegos y le palpó, esta vez no se evaporó, más bien se cubrió de brillantes tonalidades, las más vivas y diversas gamas de luminosidad, y el adolescente, deleitoso, le correspondió con una sonrisa amplia, él sonrió también, nervioso, ¡es que no podía evitarlo!
Randy se prolongaba sodomizándolo dulcemente, Dónovan pensó que moría de dolor, de satisfacción, pero le gustaba ser usado, deseaba complacer y se sentía capaz de complacer con su cuerpo al pernicioso mocoso en celo cuantas veces él le tomara, que se desahogara, arrebatado, en su persona era un sueño dorado.
Todo el invierno se tradujo en encuentros encendidos, cansados de revolcarse a veces hablaban de filosofía pero les aburría enseguida, luego Dónovan empezaba a comérsela a Randy con increíble fruición, el niño se veía feliz realmente.
Y...ese viento se colaba por debajo de las puertas, rotas de misticismos, ante la mirada hueca de dioses ya fragmentados.
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